Alfredo era un chaval angoleño hace 25 años. Le alegró conocerme porque le recordé, por un momento, a los cubanos que habían estado en Angola. (Sí, el ejército cubano estuvo involucrado en sendas guerras en Angola y Etiopía, donde murieron alrededor de 3 000 cubanos, según fuentes oficiales —y, ojo, ninguna fuente oficial cubana es fiable). En 1987, cuando Alfredo tenía 6 años, vio cómo asesinaron a toda su familia. Toda. Sobrevivió porque la casa donde vivían colapsó y él fue el único que no pudo escapar. Entre las grietas y las maderas que se amontonaban sobre él, pudo ver —o tuvo que ver— cómo eran masacrados sus cuatro hermanos, su abuela materna, su padre y su madre.
Sobrevivió solo durante años, gracias a instituciones del gobierno o de la Iglesia por un tiempo, gracias a parientes que lo acogieron brevemente en otras ocasiones. Sin embargo, la mayor parte del tiempo, mientras pasaba de ser un niño a un adolescente y luego a un hombre, su carácter se fue forjando en la supervivencia más elemental. Alfredo parecía una buena persona (ya sabéis, en general, poniendo todo en la balanza y viendo hacia qué lado se decanta), pero cuando le pregunté cómo había podido sobrevivir, por cuántas cosas había pasado, cuántas había tenido que hacer forzando cualquier límite para sobrevivir en sus circunstancias, miró a la pared unos segundos, negó con la cabeza, se levantó de la silla y salió de la habitación. Ambos sabíamos que había contestado con total precisión a mi pregunta.
En la estabilización y prosperidad de las sociedades influyen múltiples factores: históricos, sociales, culturales, religiosos, económicos. No obstante, cualquier logro depende, en gran medida, de los miembros de esas sociedades: de su dedicación a la construcción de bases sólidas y duraderas, y del respeto a esas bases. No niego que teorías como el “pesimismo geográfico” hayan influido en la falta de progreso en continentes enteros, como África o América. Aun así, hay múltiples ejemplos de antiguas colonias que se han deshecho de esa marca histórica y se convirtieron en sociedades o países prósperos, incluso en imperios, como es el caso de los Estados Unidos de América.
Hace 100 años, Argentina era mucho más rica que su antigua metrópoli. Cien años después, España casi triplica el PIB per cápita de Argentina. Sin duda, fueron ambas sociedades y sus miembros los responsables de sus momentos de estabilidad y de crisis, independientemente de quién había sido el opresor de quién.
Al final, también es culpa de las sociedades ser explotadas. Es culpa de India y Pakistán no haber logrado la independencia del poder británico antes, o de Namibia no haber sido una nación independiente hasta 1990. No tienen toda la culpa, por supuesto: si los británicos o los sudafricanos no hubieran colonizado o ocupado esas tierras, no habría hecho falta que ninguno de ellos se independizara. Pero lo más importante es qué ha pasado en esas sociedades para que estén en la situación actual.
Por ejemplo: ¿qué le ha pasado a Haití desde que se independizó de Francia en 1804? O, para poner un ejemplo más cercano: ¿por qué en Cuba sigue habiendo un Estado totalitario —o dictatorial, depende de a quién le preguntes— 65 años después de que se declarara el sueño comunista de Castro? Porque los cubanos así lo han querido, o al menos porque no han querido lo contrario y no han hecho nada, o casi nada, para evitarlo.
Si Europa, Estados Unidos, Japón o incluso China (“China tiene sus arcanos / China tiene sus secretos / China tiene murallas infranqueables”, dijo un poeta, en este caso mirando un grabado erótico) se encuentran en la situación actual —económica, legal y socialmente— es, en gran medida, gracias a lo que esas sociedades y sus miembros han sido capaces de hacer: las leyes que han instaurado, las medidas que han tomado, los pactos que han firmado, entre otras muchas cosas.
Del mismo modo, la principal causa de que otros países se arrasen con guerras civiles, de que no haya orden y, por tanto, estabilidad, y, por tanto, ningún asomo de prosperidad; de que algunos vivan en sistemas dominados por la religión, de espíritu casi medieval o tribal, es justamente la naturaleza y las decisiones de esas sociedades y sus miembros.
Las personas no emigran solo por hambre, violencia o guerra. Al menos no únicamente por esas razones concretas. Se emigra con la intención de tener una vida mejor; es decir, se emigra de sociedades fallidas a prósperas: hacia Estados con leyes estables, aplicadas de forma relativamente justa, donde las instituciones funcionan más allá de las personas que las dirigen; que cuentan con una economía diversificada, incentivos para la innovación, seguridad para la inversión, protección de la propiedad privada y un mercado que permite movilidad social.
Se emigra en busca de lo que no pudieron —o no supieron— construir en sus propios países. Y es entendible. Nadie se reconoce como parte causante de que la sociedad donde nació sea un desastre. Nadie dice: también por mi culpa hay una dictadura en el país donde nací; también por mi culpa hay una guerra civil; también por mi culpa hay corrupción sistémica. Siempre son otros: los poderosos, los ricos, las generaciones que nos precedieron, los traficantes, las mafias. Nunca yo. Nunca nosotros. La idea previa a la decisión de emigrar es: esto no tiene remedio, entonces me salvo.
Y así, un día hacen la maleta y buscan el mejor medio de transporte a su alcance. Un día pisan la tierra prometida y se dan cuenta de que no hay nadie esperando, de que todo va a ser más difícil de lo que pensaban, de que van a tener que hacer cualquier cosa que esté en sus manos para poder sobrevivir.
Porque la hipocresía con la que se trata el tema (y muchos otros, pero todo se andará) de la inmigración, en la mayoría de los países donde esta se percibe como un problema, es sonrojante. En todos estos países está prohibida por ley lo que se conoce como inmigración irregular y, al mismo tiempo, las administraciones del Estado y del Gobierno tienen obligación de cumplir y hacer cumplir esas leyes.
En España, por ejemplo, según la Ley Orgánica 4/2000, estar en el país sin autorización (por ejemplo, sin visado, sin permiso de residencia o con residencia caducada más de tres meses) se considera una infracción grave, con consecuencias legales como multas (entre 501 y 10 000 €), expulsión del país y/o prohibición de entrada futura. A la vez, varios artículos de la Constitución española (9.1, 97, 103.1 y 117.3, por ejemplo) hacen referencia a la antes mencionada obligación del Estado y las administraciones de hacer cumplir las leyes.
O sea, cuando un partido de ultraderecha o similar dice que se debe expulsar a los inmigrantes irregulares (entiéndase: sin visado, permiso de residencia o con residencia caducada más de tres meses), está estrictamente pidiendo que se cumpla la ley. Cuando un gobierno dice que lo que ese partido propone está en contra de cualquier principio ético y humano, etc., lo que está diciendo es que, aunque lo diga la ley o la Constitución, no va a mover un dedo para hacerla cumplir. Y así, sin que nadie parezca inmutarse, la sociedad da sus primeros pasos de la prosperidad al fracaso.
O se cumple la ley o se cambia la ley. No caben subterfugios ni terceras vías. O se expulsa a las personas que no tienen un estatus legal, o se regulariza la situación de todas ellas. De otro modo, estamos ante alrededor de cinco millones de personas —solo en Europa— a las que les estamos diciendo: vale, puedes seguir viviendo aquí, no te preocupes, pero no vas a poder trabajar de manera legal, vamos a hacer todo lo posible para que tampoco lo hagas de manera ilegal, te costará mucho acceder a los servicios básicos, está todo bien.
Ahora, pensad un momento en Alfredo. No sé qué habrá sido de él, pero poneros un momento en su lugar. Alfredo había tenido que hacer cualquier cosa para sobrevivir. Esas cosas que no se planifican, que se te aparecen un día en el camino y tienes que hacerlas porque son la única solución, la única posibilidad de sobrevivir. Espero que no se haya visto en la necesidad, pero sabía de lo que era capaz; tenía una idea de cómo actuaría si se hubiese visto de nuevo frente a la dicotomía de respetar la ley, ser civilizado, integrarse en esta sociedad… o, sencillamente, sobrevivir.
Ahora, pensad en una familia siria que ha logrado pasar el paso fronterizo de Gaziantep; que ha estado meses en un campo de refugiados en Grecia; que ha viajado en una lancha neumática desde Bodrum o Izmir hasta Lesbos o Samos; que ha peregrinado desde allí a Macedonia del Norte, a Serbia, a Hungría, a Austria, hasta llegar por fin a Alemania. Decidle a Alfredo, decidle a la familia siria: estáis aquí, no podéis trabajar (y todas las alternativas a ganarse la vida honradamente están penadas por la ley), no nos molestéis, no seáis malos, comportaos, integraos.
Y, pensad en esa señora de Albuñol, de La Mojonera, Níjar, Salt, Talayuela, Torre-Pacheco, las poblaciones de España -aparte de Ceuta y Melilla-con mayor porcentaje de población musulmana residente, que no está entendiendo nada,